En 1956 se reunieron en Dartmouth un grupo de científicos para hablar del tema. Matemáticos, ingenieros y un psicólogo:
“El estudio es para proceder sobre la base de la conjetura de que cada aspecto del aprendizaje o cualquier otra característica de la inteligencia puede, en principio, ser descrito con tanta precisión que puede fabricarse una máquina para simularlo. Se intentará averiguar cómo fabricar máquinas que utilicen el lenguaje, formen abstracciones y conceptos, resuelvan las clases de problemas ahora reservados para los seres humanos, y mejoren por sí mismas. Creemos que puede llevarse a cabo un avance significativo en uno o más de estos problemas si un grupo de científicos cuidadosamente seleccionados trabajan en ello conjuntamente durante un verano”.
Máquinas de programación para imitar el razonamiento humano, computación, el uso de la lógica para resolver problemas. Hemos visto avances al respecto. Algo más cerca de nuestros días, hablamos de aprendizaje de máquinas (machine learning). Ya no hablamos de programar, configurar o incluso los tan recientes algoritmos. Otra gran diferencia, tal vez la gran diferencia, es que ahora las respuestas vienen en un envoltorio mejor. Suenan como humanos. En parte por las respuestas, en parte por el marketing que lo rodea y en otra muy buena parte porque somos humanos y tendemos a personificar. Las preguntas que me vienen a la cabeza son si somos intrínsecamente dados a personificar, y por qué no vemos tan a menudo la misma tendencia a humanizar.
Siendo bastante malo con las matemáticas recuerdo de niño la fascinación que me despertaba una simple calculadora. Daba igual lo rápido que escribieras, al darle al igual ahí tenías la respuesta. Perfecta. Precisa. Siempre. Poco la usé ya que de aquellas se nos prohibía. Los deberes había que hacerlos a mano. Me tocó memorizar la tabla del 2. Y también pude descubrir, gracias a mi madre, que si no entendía un problema, lo que tenía que hacer era leerlo mejor.
- Mamá, no entiendo este problema.
- ¿Lo leiste bien, mi niño?
Y lo leía y ahí estaba la solución que tenía que presentar. Y funcionaba (!).
Ya en la universidad, recuerdo que tuve que comprar una calculadora científica porque me permitía crear tablas y poder realizar exámenes de Estadística en el tiempo establecido. Es decir, no se me prohibía, y aprender a usarla me acercaba al aprobado. Sin embargo, nunca entendí a la calculadora como pensante, aunque he de reconocer que sí que le cogí cariño y la cuidaba como oro en paño. En aquellos tiempos no era algo barato, y recuerdo lo importante que era no sólo el precio que pagaron mis padres, sino la responsabilidad que entendí que tenía para exprimirme exprimiendo el cacharro. Practicaba ejercicios sin parar como un poseso; me leí las instrucciones como el que se engancha a una novela. Mi problema de base de conocimiento era manifiesto y palpable, pero el usar la calculadora hacía que necesitara menos tiempo para lograr los resultados que las circunstancias me exigían. Los exámenes duraban hora y media (creo). Yo tardaba tres en completarlos. Lo que sí que recuerdo es que haciendo prácticas en casa no era capaz de completar los ejercicios a tiempo. Fueron meses entretenidos. Y al final llegó el aprobado raspado en Septiembre. En aquellos días que fueron meses otra buena parte de mi trabajo fue leer y estudiar con la misma dedicación teoría, lógica, método y a comparar mis resultados con los esperados. Revisar de forma continua en qué punto de mi ejercicio había escrito un número mal, un cálculo erróneo o simplemente un error de transcripción. En la resolución de problemas en esa asignatura aprendí la gravedad del error en el proceso de resolución. Una coma, un decimal… un detalle.
Si un ejercicio constaba de 15 pasos y te equivocabas en el primero, estabas en un serio problema. Te tocaba rehacerlo entero y te quedas sin tiempo.
Un error en el último cálculo era más sencillo de corregir.
Al final de aquellos meses y después de haber podido comprobar que daba el nivel y era capaz de ejecutar en tiempo y forma, volvieron a aparecer discrepancias entre mis resultados y las respuestas de aquel manual. Impulsado por ansiedad y miedo, descubrí que llegó un momento en el que no redondeaba, lo cual supone ciertas discrepancias e inexactitudes, pero éstas eran aceptadas. El detalle, la rigurosidad exigida tenía unas reglas y al principio era evidente que no entendía el proceso. Luego descubrí con cierto alivio, que además había que entender las reglas de juego. No sólo se trata de ejecutar la tarea en tiempo y forma, sino tal y como te exigen. Si todas las cifras llevan dos decimales usas dos. Ni más ni menos.
Imagen de cabecera: Izquierda: Marvin Minsky, Claude Shannon, Ray Solomonoff y otros científicos en el Proyecto de Investigación de Verano de Dartmouth sobre Inteligencia Artificial (Derechos de la foto: Margaret Minsky). La foto es de un artículo de Jørgen Veisda en Medium.